Esto nos lleva a una pregunta fundamental: ¿dónde termina la protesta y dónde comienza el delito?
Aunque los motivos de muchas manifestaciones son legítimos, la forma en que se expresan es crucial. El daño a la propiedad, a monumentos, negocios o al transporte público, no solo desvía la atención del reclamo original, sino que debilita el mensaje y genera el rechazo de la ciudadanía. Estas acciones no afectan al gobierno; afectan a la gente en general.
La libertad de expresión es un pilar de la democracia, pero no es un derecho ilimitado. Se ejerce con respeto a los demás, la ley y el patrimonio. La flexibilidad de los gobiernos ante estos actos, al permitir que el vandalismo quede impune, envía un mensaje peligroso. Es imperativo que se apliquen límites claros y la ley con firmeza, sin distinción de género u organización.
A lo largo de la historia de México, se ha demostrado que la protesta más efectiva se basa en la inteligencia cívica y la no violencia. Estrategias como las marchas pacíficas, la Marcha del Silencio de 1968, o el uso de símbolos y performance —como altares para visibilizar a los desaparecidos— han sido mucho más poderosas y simbólicas. Estas tácticas logran captar la atención en el mensaje central, no en los destrozos.
En última instancia, es responsabilidad de la sociedad en su conjunto discernir entre una protesta legítima y un acto de vandalismo. El cambio verdadero no se construye destruyendo, sino dialogando y exigiendo con firmeza, respeto e inteligencia. Es hora de recuperar el verdadero significado de la protesta: un acto de civismo, no de anarquía.