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La oscura leyenda de la cueva del tiempo

Escrito por Henry Sánchez Ortiz

Nadie se atrevía a entrar en la cueva del tiempo, pues se creía que en dichos pasajes habían ocurrido cosas terribles, asesinatos, robos y violaciones.

Al norte de Puebla, en un poblado llamado Teziutlán, durante el año de 1800, vivía un joven de nombre Silverio, desesperado por salir de su situación de pobreza. Un día escuchó hablar acerca de una gruta en la que supuestamente, habían abandonado un inmenso tesoro. Todos la conocían como la cueva del tiempo; estaba ubicada en medio de una serie de cavidades los pies del cerro de Ozuma, en la sierra poblana.

Nadie se atrevía a entrar allí, pues se creía que en dichos pasajes habían ocurrido cosas terribles, asesinatos, robos, violaciones… sin embargo Silverio solo podía pensar en el tesoro, en lo mucho que podría cambiar su vida si llegaba a encontrarlo.

Sin avisar a nadie preparó todo lo que necesitaba para una rápida expedición. Cuerda, machete, un morral con algo de comida. Se fue muy confiado hasta la cueva, a la que llegó apenas cayó la noche. Ya en el interior sintió algo de inquietud. Desde todas partes, el parecía percibir varios ojos amarillos y penetrantes, que acechaban cada uno de sus movimientos. Más cuando miraba descubría que no había nada.

Silverio ya había escuchado que en las grutas podían habitar seres de oscuridad, las cuales gustaban de matar a todo aquel que se atreviera a exhibir su miedo. Por eso ignoró las miradas y siguió adelante, andando por un trecho que parecía interminable.

Horas más tarde, cansado y sediento, finalmente llegó hasta un recoveco que estaba repleto de monedas de oro y plata, joyas y piedras preciosas. El muchacho creyó que iba a volverse loco de alegría. Ahora el único problema que tenía, era que no podía llevarse todo de vuelta, tendría que escoger muy bien las cosas que podría transportar consigo. Tanto lo pensó que se quedó dormido y cuando despertó, se sobresaltó al darse cuenta de que estaba cubierto de polvo y telarañas.

Silverio terminó colocando un buen puñado de oro en su morral, más algunas de las alhajas que más gemas tenían. Le costó mucho regresar al pueblo, sobre todo porque el paisaje parecía haber cambiado muchísimo. Había jacales que no estaban en el camino cuando había ido hacia la cueva.

Cuando llegó al pueblo no cabía en sí de asombro y preocupación. Nada era igual a como lo recordaba. La casa de sus padres estaba abandonada y lucía más deteriorada que nunca. Preguntó a los vecinos, que tampoco eran los mismos que él solía tener y todos le informaron que sus padres ya no vivían ahí, porque llevaban años muertos.

Loco de dolor, Silverio escapó de Teziutlán con aquel maldito tesoro. Su impaciencia y ambición lo habían llevado a meterse donde no debía. El tiempo había transcurrido dentro de la cueva sin darse cuenta, de manera diferente a como lo hacía en el exterior. El último de sus conocidos al que pudo encontrar, era ya un anciano que se sorprendió mucho al verlo.

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